Vista Previa

La Ultima Función

Lesley Livingston


SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
WILLIAM SHAKESPEARE

HIPÓLITA:
¿Cómo es que el Claro de Luna se marcha antes que vuelva
Tisbe y encuentre a su amante?

(Vuelve a entrar TISBE.)

TESEO:
Ya lo hallará a la luz de las estrellas. Aquí viene, y su desolación
dará fin a la obra.
—PÁG. 58





El negro carruaje de época surcaba la noche rozando apenas la superficie del río con sus altas ruedas radiadas, como si el caballo fantasmagórico que tiraba de él cabalgara sobre un camino asfaltado.
A lo lejos, las luces de la ciudad brillaban en ambas orillas, pero allí, en mitad del ancho río, reinaba la oscuridad.

El carruaje se acercó a la abultada silueta negra de una isla y aceleró al cruzar por debajo del ruinoso arco de la grúa de carbón de la dársena abandonada, como si se tratara de una puerta hacia otro mundo.

Sobre las copas de los árboles se alzaba una chimenea coronada por un nido de pájaros que levantaron el vuelo al oír el estruendo de los cascos del caballo, que avanzaba por entre los restos del muelle, a lo largo de una avenida cubierta de maleza. Las hojas caídas durante el otoño se arremolinaban danzando en el aire al paso del carruaje.

El conductor tiró de las riendas y el caballo se detuvo frente a un edificio de piedra medio derruido cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Largos años de abandono habían permitido que el follaje, espeso y exuberante, creciese sin freno junto a los muros y trepase por ellos hasta el tejado. La profusión de musgo y enredaderas había difuminado el contorno del edificio, sin llegar a ocultar totalmente las elegantes líneas de su diseño original.

viernes, 9 de abril, hoy

El conductor se apeó y un rayo de luz iridiscente emergió del carruaje y transformó el deslucido aspecto del edificio como si se tratara de un espejismo. Cuando el conductor abrió la puerta de la cabina, varias figuras cubiertas con capas esperaban al pie de las escalinatas para recibir al ocupante.
El único hijo superviviente del Hombre Verde reposaba en el asiento tapizado de terciopelo como un juguete al que hubieran lanzado contra un muro hasta romperlo.

Sus miembros formaban ángulos imposibles, y tenía manchas de sangre verde en las comisuras de los labios. En la garganta destacaba una quemadura en forma de trébol de cuatro hojas, y le costaba respirar. El conductor se inclinó levemente hacia él.

—Llevadlo adentro —dijo.

Mientras dos de los que aguardaban subían al carruaje, el conductor dio media vuelta y se encaminó hacia las escaleras que conducían al edificio de piedra, que ahora, a la luz procedente de las ventanas que flanqueaban la puerta de roble tallado, había adquirido un aspecto suave y reluciente como el mármol. Las figuras sombrías alzaron el cuerpo inmóvil y lo llevaron escaleras arriba. Sonidos de fiesta y alegría llegaban del interior y un aroma a flores, atrayente y seductor, saturaba el aire.

Antes de subir el primer peldaño de la escalinata, el conductor del carruaje alzó la mirada hacia el cielo de la noche y, en un tono de voz que parecía susurrar una sentencia de muerte, dijo:

—Encontrad la magia verde y traedme a quien lleva esa carga.

El aire se llenó de formas oscuras cuando las figuras se despojaron de sus capas y se pusieron en movimiento. De sus cuerpos, que parecían hechos de humo, crecieron alas. Unas plumas surgidas del tejido del que estaba hecha la noche se unieron a su piel y entonces una bandada de garzas de ojos rojos alzó el vuelo con gritos estridentes.

Loa muchedumbre de curiosos ya se había dispersado cuando el cuerpo de bomberos de la ciudad de Nueva York pudo finalmente controlar el incendio. La manzana entera permanecía acordonada por las cintas amarillas de la policía y las alcantarillas rebosaban agua ennegrecida por el hollín. Por fortuna, se trataba de un edificio independiente, separado de las tiendas vecinas y los edificios de apartamentos, por lo que los daños se habían limitado al Gran Teatro Avalón, aunque la palabra «daños» no alcanzaba en absoluto a reflejar el estado de devastación en que aquella antigua iglesia reconvertida en teatro había quedado a causa del fuego que se había declarado en su interior a primeras horas de la mañana, justo antes del alba.

Justo antes de… ¿qué?

Sonny Flannery se parapetaba en la penumbra de un portal, frente al edificio asolado por las llamas, intentando desesperadamente recordar. Él se encontraba en el Avalón poco antes de que se declarara el incendio, esperando que llegara la luz de la mañana, asediado por criaturas feéricas malévolas. También recordaba que había estado luchando contra las despiadadas doncellas verdes y sus hermanos los leprechauns. Sonny y sus amigos estaban en inferioridad.

Y entonces… algo había sucedido. Algo malo. Pero por más que se esforzaba, no conseguía recordar qué era.

Había estado luchando por conservar la vida, y al instante siguiente había despertado en su apartamento con la cabeza envuelta en algodones y vendas, sólo para descubrir que el único lugar de ambos mundos que su amada Kelley Winslow consideraba su casa ya no existía. Había quedado destruido.

Ahora, mientras contemplaba las ruinas humeantes del Gran Teatro Avalón, en la calle Cincuenta y Dos,
Sonny tenía la horrible sensación de que todo había sido culpa suya, y eso le revolvía el estómago.
En uno de los muros de ladrillo había alguna ventana con fragmentos de cristales multicolores aún sujetos a los marcos, pero la mayor parte del edificio había quedado reducido a escombros al desplomarse el campanario. En el callejón lateral, donde la puerta de acceso a los bastidores se mantenía estrafalariamente sujeta a su marco desvencijado, Sonny vio espejos hechos añicos y percheros quemados y ennegrecidos. De uno de esos percheros colgaba un par de alas ligeramente chamuscadas.

Salió bruscamente del portal, sin mirar a los lados, y estuvo a punto de chocar con una mujer de mediana edad que iba en bata y que contemplaba la escena con lágrimas en los ojos, apenas disimuladas tras sus gafas.

En ese momento se puso a llover. Primero unas gotas, que enseguida se convirtieron en aguacero. Sonny hundió la cabeza entre los hombros y echó a andar sin rumbo. El viento helado empujaba la lluvia contra su cuerpo, y la camiseta empapada se le pegaba al pecho. Pero aquel viento no sólo traía un frío glacial, sino también un ligero perfume, un suave aroma de plantas, brotes recientes y flores nuevas. Inspiró profundamente, como si quisiera beberse el aire, en un intento por sobreponerse. Flores y… ¿humo? No. El humo no estaba en el viento, sino en su cabeza. Era el recuerdo… ¿de qué? De una batalla que su memoria no había retenido.

Una batalla que, por lo visto, había acabado con la destrucción por el fuego del teatro de Kelley. Al menos eso era lo que había podido comprender gracias a las imágenes de la televisión, grabadas aquella mañana mientras el Gran Avalón se venía abajo, convertido en una columna de humo negro, reducido a la nada. Reducido a la nada... eso es lo que le había pasado al propio Sonny tras escuchar de boca de Kelley Winslow aquellas terribles palabras: «No amo a Sonny Flannery».

Flores y humo…

Miró a su alrededor. Sentía una necesidad imperiosa de correr, de escapar, de esconderse. Le dolía el pecho y le dolía el corazón, como si hubiera tragado agua de mar y se le hubieran llenado los pulmones de sal, o como si hubieran lanzado su cuerpo contra las rocas, batidas por las olas.

Así es como debe de sentirse un náufrago, pensó. Aferrado a la esperanza de un rescate que no llega…
Sonny se tropezó, perdió el equilibrio y fue trastabillando hasta el centro de la calle, sin importarle los bocinazos de los conductores encolerizados ni el chirrido estridente de los neumáticos de los coches al frenar.

«No amo a Sonny», había dicho Kelley, ignorante, al parecer, de que él se encontraba allí, a su espalda, lo bastante cerca como para cruzar la puerta y tocar con los dedos sus brillantes cabellos. No sabía por qué ella lo había dicho, pero sí que tenía que ser cierto. Una de las verdades universales del mundo de los duendes y las hadas era que no podían mentir, y Sonny lo sabía muy bien.

Kelley era un hada.

«Nunca lo he amado y nunca lo amaré», había dicho.

El recuerdo de esas palabras le quemaba en su interior del mismo modo que el viento helado mordía su piel. Había crecido en la corte del rey del Invierno y pocas veces tenía frío, pero ahora estaba temblando y le rechinaban los dientes. La boca de la estación del metro en la esquina de la calle Cincuenta con la Octava Avenida se abría ante él, como dándole la bienvenida. Se dirigió tambaleándose hacia la protección que le ofrecía el hueco de la escalera, bajó hasta la estación y echó a andar por los pasillos subterráneos como Orfeo a la búsqueda de su amada en el infierno.

Sólo que Sonny era plenamente consciente de la cruda realidad: su Eurídice no le amaba.

Ella misma lo había dicho.







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